martes, 19 de julio de 2016

Santuario





En la oscuridad del santuario, la multitud se mantenía con la cabeza gacha y en silencio. Este sólo era roto por el sonido apagado que provenía del exterior, amortiguado por los gruesos muros de la catedral de estilo gótico.

Cientos de oscuras y anónimas siluetas atestaban los bancos. En el altar, un alto funcionario de la eclesiarquía ataviado con su ostentoso atuendo, terminaba el quedo rezo con las manos sobre el pecho formando el águila bicéfala imperial.

El sacerdote terminó el último verso y levantó la vista. Aguardó un momento mientras esperaba a que los asistentes terminarán sus propias plegarias, o quizá meditando que decir a continuación.

- Hijos del Emperador... Fieles servidores del Imperio, el gran enemigo se acerca. - hizo una pausa para que el mensaje calara, aunque no hacía falta. - Los traidores amenazan la paz imperial, nuestro mundo y nuestras propias vidas. La Armada se encuentra en estos momentos luchando contra el enemigo en órbita. Todos hemos visto las explosiones en órbita y aún dentro de la casa consagrada al Emperador, podemos escucharlas. A pesar del enorme sacrificio que esos soldados están haciendo por el Imperio, es posible que los traidores toquen tierra. - Algunos sollozos cobraron intensidad entre el público.



- Pero no temáis. - Su tono era profundo y lleno de confianza. - El Emperador tiene su vista puesta en nosotros. Los herejes y traidores no vencerán si nuestra determinación no flaquea. Nuestra fe es un arma poderosa de la que ellos carecen. Esa será nuestro arma y nuestra armadura si ellos finalmente llegan aquí. - Una explosión ensordecedora llegó hasta el interior del templo incluso a través de los gruesos muros. El orador no permitió que interrumpiera su discurso si bien, el gentío se puso más nervioso. - ¡Nuestra Fe! La Fe en el padre de todas las cosas es el alimento de nuestro alma y ese alma es la que no podrán arrebatarnos. - Una nueva explosión de una magnitud todavía superior llegó hasta ellos e hizo que finos hilos de polvo cayeran del techo. - El Emperador, en su eterna sabiduría, sabrá guiarnos, confiad en Él y en su criterio, seguid sus enseñanzas y la salvación será vuestra.

Una figura en la última fila se llevó una mano enguantada al dispositivo de comunicación que llevaba en el oído izquierdo. Escuchó durante unos segundos, asintió levemente y pronunció una sola palabra en un tono leve. A continuación se irguió desde la postura arrodillada en la que se encontraba y salió al pasillo central de la gran catedral. Su elevada estatura le hacía sobresalir enormemente sobre los fieles postrados en las bancadas. Con paso firme y seguro se encaminó al altar donde el oficiante cortó su discurso sin miramientos al ver la figura.

Con una armadura negra como la peor oscuridad de una pesadilla y con más de dos metros de altura, la cara del guerrero era una composición de arrugas, cicatrices y tachones de metal incrustados en la frente. Y sin embargo, su porte era noble y orgulloso. Su mirada se cruzó con la del párroco que le hizo un gesto de asentimiento.

Con un terrible casco con faz de calavera bajo el brazo, la figura habló con voz profunda:

- Fieles del Imperio, hoy vuestra fe será puesta a prueba. La Ira Imperial, la nave del Almirante Kyros, uno de los más ilustres hijos de este planeta, ha sido abatida. - La sorpresa y el temor cundieron entre las filas de peregrinos. - La flota Imperial se retira de la órbita para reagruparse, lo que nos deja a nosotros como última defensa de este planeta. La gente miró furtivamente hacia las últimas filas del templo donde otras cuarenta figuras similares a las del guerrero de negro permanecían arrodilladas y con las cabezas gachas.

El Capellán comprendió las miradas del gentío y frunció el entrecejo.

- No me malinterpretéis. - La gente volvió a centrar su atención en el orador. - Somos marines espaciales. Los mejores guerreros de la galaxia, la élite de la humanidad. Somos capaces de todos lo que nos proponemos, pero no somos invencibles. Hoy, ciudadanos del Imperio, necesitamos vuestra ayuda. El Archienemigo ha lanzado a su horda de traidores contra vuestro planeta y pereceremos antes de permitir que campen a sus anchas por los dominios del Emperador, por vuestra tierra, por vuestro mundo. Hoy y ahora, es el momento de devolver al Emperador todo lo que él os ha proporcionado. Levantaos, hijos de Carver V, empuñad las armas y defended cada palmo de este planeta.

En todas las filas se levantaron miembros de las Fuerzas de Defensa Planetaria, soldados de la Guardia y miembros de los Arbitres locales.

- Que todo aquel que sea capaz de empuñar un arma se dirija al cuartel de la FDP más cercano y se presente para el servicio. - Gritó un oficial de las FDP que se encontraba levantado en el extremo de una de las filas. - Tenemos armas y munición en abundancia. - Dijo, mirando directamente al guerrero.

- Que todos los demás permanezcan aquí. Oraremos por vuestras almas. - Dijo el eclesiarca.

- Orad por la victoria, sacerdote, pues todas las almas que hoy nos acompañen a la batalla acabarán junto al Emperador ya sea hoy o en otro momento. - Y sin esperar otra contestación, el capellán se dirigió a la enorme puerta de doble hoja del final de la catedral. Las cuarenta figuras se irguieron al unísono y de una manera ceremonial desfilaron tras el capellán. De un solo empujón, abrió las dos enormes hojas de la catedral y salió al cálido aire exterior cargado de los aromas de la guerra.

El cielo nocturno se encontraba iluminado por los fuegos provocados por los cientos de miles de restos caían desde la órbita y se incendiaban al contacto con la atmósfera.

Otro marine espacial se detuvo junto al capellán a observar la lluvia de fuego.

- No desespere, Capitán. El capítulo acudirá. -  Sentenció el Capellán.

- Sin lugar a dudas.

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