7.829.897.M41 –Demiburgo
El amo Augusto se ha presentado en las
cámaras del Administratum vestido todo de negro, como es costumbre en él,
resaltando solo en su pecho, sobre el corazón, una gran I escarlata, símbolo de
la Santa Inquisición, de la que forma parte.
Sus pasos tranquilos recorren los pasillos
grises de techo bajo y rococemento, resonando en los archivos de hace miles de años
los golpes del tacón de hierro que llevan sus botas negras.
Lleva en su mano derecha el sombrero, y en la
izquierda lleva el rosarius, como siempre, mientras recita sagradas letanías.
Bendito sea el amo Augusto, bendito y pío.
Al final del pasillo encuentra una puerta
donde aparece en alto gótico lo que habrá de ser un cargo administrativo. El
amo Augusto se para al llegar frente a la puerta, deja de recitar y, tras dar
unos toques con los nudillos, pronuncia:
Y su voz produce ecos en los pasillos del
Administratum. A los ecos los acompaña un rápido ajetreo y unos murmullos tras
la puerta, que se abre.
‒Mi señor, pase.
El hombre que abre la puerta es viejo. Viejo
de apariencia y de espíritu. Sus ojos apagados y una boca en forma de mueca
perpetua dan buena fe de su poca vitalidad. El hombre, al que más tarde se
referiría el amo Augusto como Sácrato, vestía túnicas grises, como sus ojos.
‒Viene por lo de aquél muchacho, ¿cierto? Ese
maldito muchacho no trae más que problemas.
Escupe en un cubo que tiene en un rincón,
probablemente lleno ya de muchos más esputos, y mientras sigue hablando, se
sienta.
‒Lo ha visto usted también, ¿cierto? Mira
demasiado, todo lo pregunta. Ese muchacho no trae nada bueno entre manos…
Tamborilea nervioso con los dedos de la mano
izquierda sobre su escritorio, que está plagado de papeles y tinta, incluso
archivos del anterior ocupante del despacho podrían seguir ahí, algunos incluso
de hace siglos. El despacho es grande, o lo sería si no estuviera ocupado por
archivos, papeles y objetos de todo tipo. Una pequeña ventana rectangular,
alargada, como si de la pupila de un gato se tratara, aporta luz natural al
despacho. Una luz que resulta insuficiente y que ha de ser complementada con
velas y débiles luces artificiales que parpadean constantemente. El amo Augusto se sienta en una de las sillas
que hay frente al escritorio y se queda mirando a Sácrato, el cual pregunta
nervioso:
‒Ha venido a por él, ¿cierto?
‒Ahora he venido a por ti ‒y a estas palabras
siguen unos ojos abiertos por el miedo en el rostro del viejo‒, a hablar
contigo, Sácrato.
‒Y… y ¿qué quiere saber, Inquisidor? ‒murmura
entrecortando las palabras.
‒Cuéntame todo sobre Kantum Ploat ‒una chispa
avivó por primera vez los ojos grises de Sácrato ‒, cuéntame todo lo que necesite para alcanzar el veredicto.
Una sonrisa, o la mueca de una sonrisa, cruzó
la cara del viejo, que comenzó a hablar.
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