miércoles, 2 de noviembre de 2016

El enemigo interior - Parte II



7.829.897.M41 –Demiburgo

El amo Augusto se ha presentado en las cámaras del Administratum vestido todo de negro, como es costumbre en él, resaltando solo en su pecho, sobre el corazón, una gran I escarlata, símbolo de la Santa Inquisición, de la que forma parte.
Sus pasos tranquilos recorren los pasillos grises de techo bajo y rococemento, resonando en los archivos de hace miles de años los golpes del tacón de hierro que llevan sus botas negras.
Lleva en su mano derecha el sombrero, y en la izquierda lleva el rosarius, como siempre, mientras recita sagradas letanías. Bendito sea el amo Augusto, bendito y pío.
Al final del pasillo encuentra una puerta donde aparece en alto gótico lo que habrá de ser un cargo administrativo. El amo Augusto se para al llegar frente a la puerta, deja de recitar y, tras dar unos toques con los nudillos, pronuncia:
‒Abre la puerta a la Inquisición.
Y su voz produce ecos en los pasillos del Administratum. A los ecos los acompaña un rápido ajetreo y unos murmullos tras la puerta, que se abre.
‒Mi señor, pase.
El hombre que abre la puerta es viejo. Viejo de apariencia y de espíritu. Sus ojos apagados y una boca en forma de mueca perpetua dan buena fe de su poca vitalidad. El hombre, al que más tarde se referiría el amo Augusto como Sácrato, vestía túnicas grises, como sus ojos.

‒Viene por lo de aquél muchacho, ¿cierto? Ese maldito muchacho no trae más que problemas.
Escupe en un cubo que tiene en un rincón, probablemente lleno ya de muchos más esputos, y mientras sigue hablando, se sienta.
‒Lo ha visto usted también, ¿cierto? Mira demasiado, todo lo pregunta. Ese muchacho no trae nada bueno entre manos…
Tamborilea nervioso con los dedos de la mano izquierda sobre su escritorio, que está plagado de papeles y tinta, incluso archivos del anterior ocupante del despacho podrían seguir ahí, algunos incluso de hace siglos. El despacho es grande, o lo sería si no estuviera ocupado por archivos, papeles y objetos de todo tipo. Una pequeña ventana rectangular, alargada, como si de la pupila de un gato se tratara, aporta luz natural al despacho. Una luz que resulta insuficiente y que ha de ser complementada con velas y débiles luces artificiales que parpadean constantemente. El amo Augusto se sienta en una de las sillas que hay frente al escritorio y se queda mirando a Sácrato, el cual pregunta nervioso:
‒Ha venido a por él, ¿cierto?
‒Ahora he venido a por ti ‒y a estas palabras siguen unos ojos abiertos por el miedo en el rostro del viejo‒, a hablar contigo, Sácrato.
‒Y… y ¿qué quiere saber, Inquisidor? ‒murmura entrecortando las palabras.
‒Cuéntame todo sobre Kantum Ploat ‒una chispa avivó por primera vez los ojos grises de Sácrato ‒, cuéntame todo lo que necesite para alcanzar el veredicto.
Una sonrisa, o la mueca de una sonrisa, cruzó la cara del viejo, que comenzó a hablar.

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